Mientras mamá se volcó en los hijos que quedábamos en la tierra, papá ya sabes como dedicó su vida a tu memoria, escribiendo todo tipo de textos, llenos de la fe que nos inculcaron, y haciendo multitud de cosas en tu recuerdo.
El primero de ellos, el relato más duro, y que supuso un hito en prensa de la mano de Ángel Pérez Guerra, cuenta los dramáticos momentos que van desde la notificación de la terrible noticia de tu muerte a tu entierro. Un doloroso recorrido por los primeros momentos de una vida para nuestros padres, ya rota por el dolor de tu pérdida, y que supieron llevar con asombrosa entereza.
Sobra advertir de la crudeza del relato, que ha hecho a muchos leerlo por partes por la emoción.
LLANTO POR MI HIJO ALEJANDRO
¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué han matado a mi hijo, a mi Alejandro de mi alma, al hijo de mis entrañas? ¿Por qué? ¿Por qué le han partido el corazón? ¿Por qué, por ser generoso, le han quitado la vida? ¿Por qué, Señor, por qué? ¿Por qué me han arrebatado a mi hijo con 24 años, tan bueno, tan alegre, lleno de salud, de proyectos e ilusiones, en plena juventud, con toda una vida por delante? ¿Por qué, Dios mío, por qué?
Alejandro, hijo mío, mi niño querido: Ya no podré verte más en la tierra, ya nunca oiré tu voz; jamás sentiré tus pasos ni podré darte un beso ni recibir los tuyos. No podré abrazarte ni ser abrazado por ti. ¡Hijo mío, Alejandro! ¡Tu sangre derramada por el suelo! ¿Quién podría imaginar tanta maldad? La raza de Caín sigue viva y anda suelta sembrando la muerte y el dolor por el mundo.
¿Por qué me han arrancado a mi hijo atravesando su corazón, un corazón tan generoso que tanto cariño nos daba?
¡Hijo mío, Alejandro, hijo mío! Miro por todas partes buscándote, queriéndote ver y no te encuentro. Cualquier ruido por donde tú andabas creo que eres tú. Te llamo y no me contestas. No entra en mi cabeza que te hayas ido para siempre. ¡Qué triste el tic tac del reloj!, ya no tiene sentido mirar la hora esperando que llegues. ¡Qué poco he disfrutado de ti, hijo mío! ¿Cómo podré vivir sin tenerte a mi lado? ¡Qué doloroso se me hará el camino! ¡Qué tristes son mis días! ¡Qué angustiosos serán mis pasos arrastrando los jirones de mi alma!
Cuando pienso en la persecución y en el acoso de los que fuiste víctima en la oscuridad de la noche, en la herida de tu pecho y en tu corazón traspasado; en tus ojos fijos, en tu boca entreabierta, anhelante, pidiendo auxilio en silencio; en tus manos temblorosas y en tus pasos vacilantes, faltándote la vida; tirado en el suelo, agonizante, vertiendo tu sangre, sin una mano querida que te cerrara los ojos. Cuando pienso en todo esto, me entran escalofríos de muerte, siento un pellizco en el corazón, la sangre se me hiela y se me ponen los vellos de punta. ¡Hijo mío, Alejandro, hijo mío, que yo no estuviera a tu lado para defenderte! A bastonazos limpios te hubiera quitado de encima aquella jauría asesina. ¡Que yo no te haya podido defender!
No eras precavido ante la maldad porque confiabas en la bondad humana y en el diálogo, creías que con él todo se puede arreglar. ¡Te equivocaste! No te diste cuenta de que estabas rodeado de criminales, y eso, fue la causa de tu muerte. ¡Que te hayan matado por ese motivo y hayas muerto de esa manera, hijo mío!
No puedo ni siquiera olvidar aquellos momentos terribles que vivimos.
Estaba yo adormilado, sentado en un sillón del comedor y hacía unos minutos que había mirado la hora y me extrañaba que no hubieses llegado. Sobre las cuatro menos diez sonó el teléfono. Lo cogí creyendo que eras tú para decirme que tardarías un poco en llegar, pero no, no eras tú… “Diga”... y en vez de oir tu cariñoso ¿Papi?, oí: “¿Es Vd. Don José Méndez?” Me sobresalté. “Sí, ¿quién llama?” “Aquí la policía. ¿Es Vd. El padre de Alejandro Domingo Méndez?” “Sí, ¿qué ocurre?” “Venga cuanto antes al Hospital Virgen del Rocío por la parte de urgencia”. “Pero… ¿Es que le ha pasado algo a mi hijo?” “Sí”. ¿Está grave?” “Sí” “¿Qué le ha pasado?” “Ha tenido un accidente”. “Gracias, voy enseguida”. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! Me quedé…
José María estaba trabajando y cogió el otro teléfono, pensando que la abuela se había puesto peor, y se enteró de todo. Tu madre se levantó alarmada cuando oyó el teléfono “¿qué pasa?” Se lo conté, mientras de prisa, me cambiaba de ropa. A Mª de los Ángeles la despertó tu hermano “¿qué pasa?” “Que Alejandro ha tenido un accidente y está grave” “¿Pero dónde ha sido?” “No lo sabemos” “¿Quién lo ha dicho?” “La policía”.
Como mamá hacía pocos días que se había operado de la vista y estaba delicada, decidimos, aunque ella no quería, ir tu hermana y yo, ella aguardaría con tu hermano esperando mi llamada.
Lo que se formó en la casa no es para contarlo. Mientras nos vestíamos para la calle, José Mª llamó un taxi que tardó poco.
Llegamos al hospital, impacientes y nerviosos. A la derecha de la entrada vi a un grupo de jóvenes llorando que no reconocí, por mi estado de ánimo. Después me enteré que eran Juanma, José Ángel, Paco y Emilio, que habían estado contigo en los Jardines de Murillo.
En el vestíbulo había un grupo de personas, policías y sanitario.
Cuando entramos, se acercó a nosotros un policía y dirigiéndose a mí, me preguntó: “¿Es Vd. El padre de Alejandro Domingo Méndez?” “Sí, ¿cómo está mi hijo?” “Muy mal”. “Pero, ¿cómo de mal?” “Muy grave”. “¿Muy grave?” “Sí, muy grave… muy grave, lo peor”. “¿Cómo lo peor? ¿Es que ha muerto?” “Sí, ha muerto”. “¡Dios mío, Dios mío, Dios mío! ¡Alejandro, hijo mío! ¡Hijo de mi alma!”,
Por un momento no pude reaccionar y se me quedó la mente en blanco, la vista se me nubló. “¿Cómo ha sido?” “Le han dado una puñalada en el corazón y no se ha podido hacer nada para salvar su vida”. “¡Dios mío! Me dijeron que había tenido un accidente”. “No. Parece que ha sido en una pelea con una pandilla”. “¿En una pelea? ¡Imposible! Mi hijo era un muchacho muy bueno y pacífico, jamás se pelearía con nadie”. “Eso es lo que han dicho”. “Esta es mi hija, su hermana, ¿podemos verlo?” “Sí, vengan por aquí”. Durante el camino fue dándome más detalles con otros policías.
Yo me cogí del brazo izquierdo de Mª de los Ángeles, que estaba temblando.
Entramos en silencio, muy despacio, en una sala, con los ojos desencajados ante aquella visión de horror. Al fondo, en el ángulo posterior izquierdo, estabas tú, tendido sobre una camilla, muerto, cubierto con una sábana desde los pies hasta la mitad del pecho.
Un nudo me agarrotó la garganta que me dejó casi sin respiración y un grito sordo se me escapó de los adentros de mi alma “¡Hijo mío, Alejandro, hijo mío! ¿Qué te han hecho?” Nos acercamos a ti como con miedo, casi paralizados. No sé cómo pudimos sacar fuerzas para poder resistir.
Tenías la cabeza a nuestra izquierda, inclinada hacia tu hombro derecho, los ojos entreabiertos, la boca cerrada y me impresionó la belleza de tu rostro. La paz inundaba tu semblante, reflejo, sin duda, de la que ya gozabas en el cielo.
Te besé la frente y la cara, te la acaricié, acaricié tus cabellos.
Mirándote llorando, te bendije, haciendo sobre tu cara y sobre tu pecho la señal de la cruz y te pedí que perdonaras a tus asesinos, como Cristo perdonó a sus verdugos y te dije: “Hijo mío, yo también los perdono”.
Temblando, muy despacio y con muchísimo respeto, retiré la sábana que te cubría y vi que tenías los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, las palmas de tus manos hacia abajo, sobre la sábana de la camilla; el pantalón puesto, los pies descalzos.
Entonces vi sobre tu pecho una gasa, un poco arrugada con adhesivos transparentes, que cubría la herida de tu corazón. Me pareció ver una rosa blanca.
De nuevo te besé la frente, acaricié tu cara y los hombros y tus manos. Tu cuerpo tenía calor, olía bien y estaba limpio sin huellas de violencia.
Mientras, tu hermana, a mi derecha, horrorizada, se tapaba las orejas con las manos y te miraba llorando sin poder articular palabra, muda por el espanto. No podía creer los que estaba viendo.
Te volví a besar suavemente la frente, como cuando eras niño y estabas dormido, susurrándote palabras cariñosas y temblando, te acaricié con mimo la cara.
Mª de los Ángeles, con voz apenas perceptible, me dijo: “La cruz que lleva puesta se la regalé yo”. Te saqué el cordón levantándote la cabeza con cuidado, muy despacio, sin dejar de mirarte, como para no molestarte, la besé y se la di; la cogió con sus manos temblorosas, la besó y se la puso.
Te quité, llorando, el anillo de plata con tus iniciales, lo besé y me lo puse en el dedo anular de la mano izquierda, en el mismo donde tú lo tenías puesto y te dije: “Siempre lo llevaré puesto en tu recuerdo, hijo mío”.
Me permitieron coger los objetos que llevabas en los bolsillos del pantalón: Del derecho, un paquete de clínex y un llavero, y del izquierdo, el mechero y un paquete de tabaco con un solo cigarro. Del bolsillo trasero, la policía había cogido antes la cartera, que aún conserva, después nos devolvió 1.300 ptas, las mismas con las que saliste de casa.
Entonces me dijo Mª de los Ángeles: “El cinturón también se lo regalé yo”. Con los ojos ardiendo y sorbiéndome las lágrimas y con un dolor que me traspasaba el alma, te lo quité muy despacio, estaba manchado con tu sangre, lo besé y se lo di. Una enfermera nos ofreció una bolsa de plástico azul para guardarlo.
¡Qué tristeza cuando te quitaba tus cosas!, parecía un robo. No sé cómo pude hacerlo.
¡Cuánto dolor en el ambiente! Muchos lloraban, varios pañuelos vi sacar para limpiarse.
Después nos recogimos unos momentos y pedimos a Dios misericordia para ti y para nosotros, y a la Stma. Virgen, a San José y a tu Ángel de la Guarda que te acompañaran ante el trono de Dios y rogaran por ti. “¡Dios mío, hágase tu voluntad, Tú sabes por qué has permitido esto”.
Me volví y le dije a tu hermana: “Tenemos que llamar a tu madre y a José Mª”. Salimos, después de mirarte intensamente, costándonos mucho trabajo separarnos de ti.
Mª de los Ángeles llamó por teléfono del vestíbulo del hospital y me dio el auricular.
Si terrible fue el diálogo con el policía, el que tuvimos tu madre y yo fue angustioso, con palabras entrecortadas, imposibles, las más dolorosas que he pronunciado y oído en mi vida.
“Esperanza”. “Sí, dime. ¿Cómo está Alejandro?” “Muy mal”. “¿Muy mal? ¿Pero cómo de mal? ¡Dímelo!” “Muy grave” “¿Muy grave? Vamos para allá”. “Espera, es que está muy grave… lo peor?” “¿Cómo lo peor? ¿Es que ha muerto?” “Sí… Alejandro ha muerto”. “¡Dios mío! ¡Virgen Stma., si Tú te lo has llevado, Tú sabrás por qué!” “Vente con José Mª y entrad por urgencia”.
No comprendo cómo después de esta conversación pude seguir viviendo.
Volvimos a entrar, tu hermana y yo, para estar contigo. En este intervalo de tiempo, habían variado la posición de tu cabeza, ahora se te veía de perfil, tu precioso perfil, hijo mío.
Pasados unos minutos, oí a mi espalda un sollozo hondo, profundo. Era tu hermano: se había adelantado a mamá que estaba abrazada a Mª de los Ángeles, las dos llorando.
Tu madre se acercaba… No te puedo describir la expresión de su cara; era una mezcla de dolor, espanto, incredulidad y horror, algo indefinible. Creo que a los cuatro nos pasó lo mismo- La cogí por el brazo izquierdo y nos acercamos a ti, diría que con veneración, como a algo sagrado; con amor y respeto.
Te besó n la frente, sollozando, te acarició la cabeza, te habló con palabras llenas de ternura. Rozó su rosario por tu cara y por tus labios una estampa de la Virgen de los Reyes.
¡Qué solos estábamos los cuatro, solos contigo muerto!
Nos avisaron que el juez iba a entrar y no podíamos tocarte más.
Entró el juez y tuvimos que salir, llenos de amargura y con el alma destrozada. Fue la última vez que te vieron tus hermanos.
Ya en el corredor, tu madre, dirigiéndose a un sanitario le dijo: “Mi hijo era un joven sano, no tenía ninguna enfermedad, si sus órganos pueden servir a uno o varios enfermos que necesiten un trasplante…”. Es imposible”, le contestó, “dadas las circunstancias de su muerte hay que hacerle la autopsia”.
Los cuatro nos retiramos a una habitación privada que nos indicaron. Allí dije a tus hermanos que volvieran a casa porque no convenía dejarla sola, y los trámites podrían ser largos y a estas horas no podíamos llamara nadie. No estaban conformes pero se hicieron cargo.
¡Qué triste la despedida de tus hermanos! ¡Qué pena que siendo tan jóvenes estén marcados para siempre con tan amarga experiencia!
Cuando se marcharon, tu madre y yo, preguntamos a un sanitario si estaba el capellán en el hospital, nos dijo que sí, y le pedimos que hiciera el favor de avisarle. Llegó al poco tiempo y estuvimos hablando de ti y de tu muerte, de cómo había sido. Nos dijo palabras de consuelo y nos habló también, de que gran parte de la juventud no tiene proyectos para el futuro, ni valores éticos ni morales y que no respeta a nada ni a nadie, incluso ni a la vida humana, y estas son las consecuencias.
Cuando salió el juez volvimos a entrar acompañados del capellán. Rezamos varias oraciones y te dio la absolución, bajo condición.
Se fue el capellán y nos quedamos solos tu madre y yo. Aquellos momentos fueron muy tristes, intensos. Solos tú, tu madre y yo, en silencio, solos los tres. ¡Alejandro, hijo mío, hijo mío! Te besamos, te acariciamos, todavía tenías calor.
Entraron dos sanitarios y nos dijeron que la ambulancia estaba preparada para trasladarte al Instituto Anatómico y teníamos que salir.
Te volvimos a besar en la frente, te acariciamos por última vez. Se nos partió el alma, no teníamos fuerzas para dejarte.
Nos despedimos de ti: “Hasta el cielo, Alejandro, hijo mío, hasta el cielo”, y el último beso.
Nos esperaron hasta que llegó el taxi que habían pedido para nosotros.
Te dejamos muerto con el corazón partido, los nuestros estaban destrozados.
Salimos al corredor y fue como si una losa cayera sobre nosotros y nos aplastara. Nos abrazamos llorando en silencio, ya no había nada que decir. Teníamos tu hermoso rostro y tu cuerpo grabados en nuestras mentes y conservábamos en nuestros labios y en nuestros dedos tu calor.
En la calle, nos montamos en el taxi, los dos detrás con las manos cogidas. Delante ibas tú, en la ambulancia ¡qué unidos y qué solos los tres! ¡Qué larga y solitaria la avenida! ¡Qué triste la luz amarillenta de las farolas! Parecían antorchas que alumbraran el camino ¡Qué solo tú y que solos nosotros rezando detrás de ti! “Así iría la Stma. Virgen detrás de su Hijo”, dijo tu madre, sollozando. “Así iría”, le respondí.
“Ya hemos llegado”. Nos bajamos, no hacía frío pero temblábamos.
Estuvimos junto a ti hasta que te metieron dentro del edificio. Mientras entrabas y hasta que cerraron las puertas, te tirábamos besos con los dedos “¡Adiós hijo, adiós Alejandro, Alejandro, hijo mío!
Estaba amaneciendo, la ciudad dormía. Nos quedamos mirando fijamente al Instituto Anatómico, abrazados, como clavados en el suelo, solos, sin fuerza ni para levantar la cabeza y mirar al cielo.
No sabíamos qué hacer, estábamos desorientados, el dolor nos abrumaba, desfallecidos.
Tu madre quería quedarse en la sala de espera sin importarle cómo, pero teníamos que volver a casa, por tus hermanos, que estaban solos y había que atenderlos y consolarlos y además, comunicar a la familia y a los amigos la triste noticia de tu muerte. Comprendió y cogimos un taxi.
¡Adiós hijo, Alejandro hijo mío, te queremos con toda el alma, no te dejamos solo, nuestros corazones se quedan contigo! ¡Qué tristes nos marchamos sin ti, Alejandro, hijo mío!
Llegamos a casa. Tus hermanos, ¡pobres hijos míos sin su hermano, el más pequeño, la alegría de la casa! estaban esperando. Nos abrazamos los cuatro, no se oía más que gemidos del llanto. Dolor y llanto porque nunca más estarías con nosotros.
Después la mañana. Llamada a la familia de Pedro Chico, que tanto te quiere y la ida a casa de la tía Dolores, porque no sabía cómo decírselo por teléfono.
Fuimos José Mª y yo. Antes la llamé y le dije que iba a ir. Se extrañó. Llegamos y al entrar nos miró y se dio cuenta de que habíamos llorado “¿Pasa algo?” “Sí, Dolores, pasa algo y muy grave”. “Pero, ¿qué es?” “No sé cómo decírtelo”. “Dime lo que sea”. “Es que Alejandro…” “¿Qué le pasa a Alejandro?” “Alejandro… ha muerto” “¿Qué ha muerto? ¡Dios mío! ¿Cómo ha sido?” “Esta madrugada… lo han matado”. “¿Qué lo han matado? ¡Qué horror, qué horror! ¿Dónde?” “En los Jardines de Murillo; le han partido el corazón con una navaja”. “¡Qué horror, qué horror! ¿Y qué hacía él allí?” “Estaba con unos amigos”, y le conté el resto, y le dije: “Ahora está en el Instituto Anatómico. Nos tenemos que ir. Tú te encargas de decírselo a los demás, yo no puedo”.
Sólo decía: “¡Está en el Cielo!” Se ofreció para ayudarme en todo, y lo hizo. Nos abrazamos llorando y nos despedimos. ¡Pobrecilla, cómo la dejé! Me costó decírselo, pero era yo el que tenía que hacerlo.
Volvimos a casa. Llamada al tío Enrique y a Carmen Jarén, no pude localizar a D. Adolfo. Los demás hicieron lo mismo con familiares y amigos. José Mª fue a decírselo al abuelo.
Y siguió la mañana, y el día, y la noche, la familia y tus amigos, con tanto dolor. Las llamadas telefónicas; las idas al Instituto Anatómico, los trámites del entierro. Agotados, sin apenas comer ni descansar. Aturdidos, como hipnotizados, llorando, atendiendo a tantas personas que nos quisieron acompañar.
En todo momento estuvieron a nuestro lado los Padres Salesianos y Filipenses, las Hermanas de la Cruz, la familia, mis hermanos, la familia de Pedro Chico, Víctor, Carmen Jarén, tus amigos y las autoridades.
Amaneció el domingo, con mucho sol, pero muy triste, muy triste; se acercaba la hora de la despedida final.
Eran las 11:45 horas, el Instituto Anatómico y la explanada, estaban llenas de gente, en silencio. Te sacaron al vestíbulo ya a través del cristal de la caja, contemplé tu rostro tan querido, enmarcado por un lienzo blanco, rodeado de rosarios, lleno de paz. Puse mis labios sobre el cristal y te di un beso largo, muy largo con la bendición de tu madre y mía. Fue la última vez que te vi en este mundo.
Después la misa en la capilla del cementerio, concelebrada por ocho sacerdotes, con una emocionante homilía. Terminada, tus hermanos y tus amigos te sacaron a hombros y así te llevaron todo el camino, con paso lento, hasta tu sepultura donde reposas con mis padres, tus abuelos. Detrás tu madre y yo, con rosas rojas y una blanca, la familia, tus amigos una multitud que te acompañaba en silencio, con inmenso cariño, con gran piedad, con enorme respeto y con un profundo sentimiento de dolor.
Los últimos momentos, las oraciones finales, la última bendición de tu madre y mía, cogidas las manos, y un cántico de esperanza en Cristo resucitado.
Una lluvia de rosas cayó sobre ti.
¡Adiós, Alejandro, adiós mi querido hijo, hasta el Cielo! Ya todo acabó para ti en la tierra, ahora vives con los inmortales en la gloria de Dios y tu memoria será bendita. Dichosos y felices son tus días, pero… ¿y los nuestros?, ¡qué tristes y dolorosos serán sin ti!
¡Alejandro, ruega por nosotros!
Hijo mío: Ya nunca más tendré alegría. La palabra felicidad no tiene sentido para mí. ¿Cómo y por qué tendré que reir, ni siquiera sonreir? Estoy abatido, desorientado. Tengo la mirada perdida como un ciego sin saber dónde ir.
Si me dijeran que estás en el fin del mundo, al fin del mundo iría para verte y abrazarte, para que la mirada de tus ojos iluminara mis ojos cansados, para que me dieras la vida que me falta, para besarte, hablar contigo, sentir tus caricias y acariciarte. Paro no, no estás en este mundo. Ya nunca, nunca jamás podré verte. Nunca, es una palabra terrible; es el desaliento, la impotencia. ¿son la amargura, la pena y el dolor, qué sentido tienen comparados con lo que siente mi corazón? No hay palabra que lo pueda expresar.
¡Ay de mí! ¡Ay que tristeza me atenaza el alma! ¡Con qué alegría daría mi vida si con ello pudiera devolverte la vida, hijo mío! ¡La vida! ¿Ese don maravilloso que solo Dios puede dar y que vengan en la noche unos asesinos, hijos de las tinieblas, y te quiten la tuya con la dentellada criminal de una navaja partiéndote el corazón! ¿La vida? ¿Para qué me sirve la vida, para qué, si no es para llorar tu muerte? Eso será la vida, llorar, llorar y recordarte.
¡Dios mío, Dios mío, cuánta amargura! Si grande fue el dolor de David por la muerte de Absalón, a pesar de ser un hijo rebelde, y el pobre padre no podía reprimir su llanto, ¿cómo será mi vida? ¿Cuánto dolor y llanto por la muerte de mi querido Alejandro que era un hijo muy bueno y cariñoso y que se hacía querer y me quería como el mejor de los hijos puede querer a su padre?
Escucha, Señor, mis súplicas; las súplicas de un padre dolorido; los gemidos de un padre a quién le han matado un hijo. Solo Tú, ¡oh Dios!, que eres Padre Compasivo y Justo, puedes darle el premio que se merece por ser un hijo bueno que amó y honró a su padre. Mírame, Dios mío, de rodillas ante Ti, con los brazos abiertos y con lágrimas de mi alma rogándote por mi hijo, por nuestro hijo, Tuyo y mío. Era bueno, Señor, Tú lo sabes. Acógelo, abrázalo fuerte, dale un beso con toda tu infinita ternura, un beso en mi nombre; sé Tú mismo su recompensa y corónalo en tu gloria con la corona de la vida.
Y tú, Virgen María, vida, dulzura y esperanza nuestra, auxilio de los cristianos, te lo ruego: Muestra que eres Madre y únete con tus súplicas a mis súplicas.
A Ti, Patriarca Bendito San José, te lo encomiendo; tenlo junto a Ti comolo que es, como cosa tuya.
Mi Alejandro, cuyo nombre es música en mis oídos, mi bueno, muy querido e inolvidable hijo fue un milagro, un tesoro que tuve en depósito, un prodigio, un regalo que Tú me hiciste, Señor, una flor que no llegó a marchitarse y que llenó mi vida con su perfume; una maravilla, una estrella fugaz, pero que dejó una estela brillante, cuyo resplandor durará iluminándome siempre con la luz de su recuerdo y de su amor.
¡Hijo mío: Yo que esperaba que tú me asistieras en mis últimos momentos, como lo teníamos planeado! Aunque no estés físicamente a mi lado, no dejes de cumplir tu promesa.
¡Hijo mío, Alejandro, hijo mío! Esas fueron las palabras que me salieron de lo más profundo del alma, con voz entrecortada, cuando te vi muerto; las que repetiré constantemente mientras viva y las que te diré cuando nos encontremos de nuevo.
¡Hijo mío, Alejandro, hijo mío!
Confío en Dios, que nos ha dado su palabra y en su infinita misericordia, por eso tengo la certeza y la esperanza de que nos volveremos a ver en la alegría del Cielo. Pero mientras tanto, ¿qué me queda, hijo mío? Llorar, llorar y esperar.
Este llanto, estos sentimientos y esta esperanza, son el mismo llanto, los mismos sentimientos y la misma esperanza de tu madre y de tus hermanos, y estoy seguro que son los mismos de la familia y de tus amigos.
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