Relato de lo ocurrido la madrugada del 6 al 7 de noviembre de 1998 de la mano de tu amigo Juanma, uno de los que te acompañaba aquella terrible noche, y que redactó pocos días después hace 25 años a instancias de nuestro padre, que quería tener por escrito las experiencias de aquel día.
CRÓNICA DE LO ACONTECIDO EL 7 DE NOVIEMBRE DEL 98
Viernes 7 de noviembre
11:30. Hoy es un viernes común y corriente en el que da comienzo un fin de semana como tantos otros. Alejandro, Paco, J. Ángel y yo hemos quedado para salir y disfrutar de nuestra amistad. El escenario es la noche y la calle, la oscuridad y la libertad. Mis amigos tardan, yo he sido el primero en llegar, pero la impuntualidad es nuestro defecto común. El tiempo va pasando lento en la espera solitaria, son las 12:00 y esto empieza a no ser normal. Decido llamar al siempre localizable J. Ángel. Para mi sorpresa me cuenta que está esperando a Ale, y éste aún está en casa. Paciencia, otras veces soy yo el que propicia la espera. Llega Paco acompañado de Emilio, invitado sorpresa.
Sobre las 12:15 llegan Ale y J. Ángel en un taxi. Dadas las innecesarias explicaciones sobre la tardanza decidimos tomar unas copas y para ello decidimos ir a los Jardines de Murillo, lugar en esa época algo solitaria, pero de camino hacia las discotecas de Viapol. Esta costumbre de beber en la calle la habíamos conservado desde la adolescencia. No creo necesario decir que nuestra maduración personal no está acorde con la dependencia económica, de quienes no poseemos empleo estable.
Llegados a la fuente central, decidimos sentarnos en un banco y montar nuestro particular asentamiento. La conversación nos causa deleite como de costumbre. Recuerdo que hablamos sobre el cura salesiano que últimamente había confesado a Ale, sobre el abuelo, de cómo habíamos conocido al padre de Pedro, quien nos caía muy bien y nos parecía peculiar, de todo lo que íbamos a ligar esa noche y de otras tantas cosas.
Teníamos como vecinos detrás de nosotros una pandilla de adolescentes que formaban escándalo con sus motos. De repente, dos de ellos nos pidieron coca-cola, la cual le dimos, si bien les dimos a entender que no vinieran más, curiosamente Paco nos advirtió que no se podía razonar con este tipo de gente. Ale y yo disentimos de esa opinión desgraciadamente.
A las 2;30 de la madrugada nos pusimos de acuerdo en irnos a bailar y Alejandro se acercó a los jóvenes para dejarles la coca-cola que había sobrado, sin que se produjera ningún incidente. Segundos después, esa misma botella voló por encima del arbusto que nos separaba de ellos, para caernos encima. Alejandro y yo fuimos a pedirles explicaciones, seguidos a pocos metros por los demás.
En principio, encontramos la callada por respuesta y solo algunos culpaban a otros. Cuando ya nos íbamos, empezaron las víboras, niñas de alrededor de 15 años a azuzar a sus “machos”. Mientras estas reflexiones vagan por mi mente creo encontrar el detonante de la tragedia.
Las amenazas empezaron: “Tenemos navajas”, “os vamos a rajar”, me pareció imposible, pura bravuconería baja. Alejandro reprochó la actitud diciéndoles lo “machos” que eran por llevar navajas y pendientes. La situación se fue complicando y decidimos ir retirándonos sin perderles la cara, en el camino nos fue cortada la salida más lógica hacia la luz de la carretera.
Mi mente vuela al lugar de la escena, me pasa por delante que ha llegado el momento de la tragedia.
El ataqué comenzó, nos doblaban o triplicaban en número, Alejandro se quitó a puñetazos las dos primeras embestidas, pero en la tercera cayó al suelo. Los que yo tenía delante estaban más reacios a entrar cerca de la distancia de mi guardia, y aproveché para quitarle de encima de Alejandro al último perro. Después cayeron sobre mí una serie de golpes, tumbándome. Paco a Alejandro y J. Ángel a mí, nos recogieron del suelo y nos llevaron a la carretera. Paramos un taxi y cuando volví a ver a Alejandro estaba tumbado en la carretera, carril bus, con la cabeza hacia arriba en dirección al Prado de San Sebastián. No nos creíamos que fuera cierto, que estaba grave. Con la chaqueta de Dani, que yo llevaba puesta, intentamos J. Ángel y yo taponar la herida, Emilio sujetaba su cabeza y Paco fue a pedir ayuda al ambulatorio de enfrente, auxilio que fue denegado, igual que a mí después.
J. Ángel por el móvil llamó a urgencias, sumando la discusión para que cruzaran la carretera los médicos y el tiempo de la ambulancia calculo que pasó una media hora. Alejandro subió con vida a la ambulancia, pero había perdido mucha sangre. Se fue, pero sigue viviendo en los corazones de todos los que le queremos.
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